domingo, 10 de junio de 2012

Algunas vidas sobre nosotros- Parte II: Conclusión de alguna cosa, acostumbrado narrador y duda final


La Isla Maldicha no tardó en conquistar el ánimo de Masthorpe: muchos ya le habían hablado de ella, pero aún más de sus ocupantes. El territorio pertenecía desde hacía tiempo a unos hombres viles que arrancan tu cabeza para mostrarte el verdadero rostro de la vida y llevarte los ojos a otros lugares más bajos: esto querría decir que, si antes hubo hombres en esa isla, están todos viéndonos desde arriba. La isla, dicen, antes de estos había sido de quien fuera nuestra metrópoli: metrópoli de conquistadores que arrancan las cabezas de sus súbditos para mostrarles el verdadero rostro de la fe y llevarles los ojos a otros lugares ancestrales. Los primeros hombres viles habrían usurpado la Maldicha a los segundos, los de la fe, el 17 de Abril de 1890: su aniversario coincide con el cumpleaños de mi gato. En el transcurso, nosotros nos habríamos independizado de los segundos y habríamos heredado a la Maldicha, en manos de los primeros: los nuestros querían recuperar la isla. Sus fines eran evidentes: también ellos deseaban instalar su propio negocio de aerosillas que arranquen cabezas del suelo. Masthorpe, en cambio, solo quería evitar que nos arrancaran la cabeza. Quería venganza. Masthorpe quería destruir a los malditos enemigos. Debo decir que ya en este punto, muchos me observan que toda esta parodia se referiría en realidad a unos jóvenes argentinos con nombres de pulso firme, pulso como la mano que los duplicaba, la mano de la máquina que los apareció de un día a otro en un terreno vacilante por ancestral: ahí los mataron. No quedan muchos territorios ancestrales en el mundo. Tampoco me refiero a ellos.

Ya se ha dicho: Masthorpe quería destruir a los arranca-cabezas de la Isla. Cuando muchos lo intuyeron, dijeron que para Masthorpe, la isla Maldicha era el espacio secreto de su culto. La pieza faltante de su nacionalidad. La tierra santa. Cerca de mil cuatrocientos argumentos políticos, geográficos y legales confirmaban los derechos que nuestro territorio tenía sobre la isla. Masthorpe agregaba uno, prescindía de todos los anteriores y decía que esta era una cuestión de orgullo, una cuestión de arranca-cabezas. En una entrevista lo repite. En otra, insulta a los viles usurpadores de Maldicha pero no recuerda el nombre de la isla, o la llama "meseta". La isla no le pertenecía al país, le pertenecía a la nación de su corazón. Bueno, en verdad no le pertenecía la Isla. Una victoria le pertenecía. Cualquiera. En Italia o por ahí.

Todos sabían cuál sería la próxima jugada del Capitán Masthorpe, así que aprovecharon esta ventaja para mover antes y después sus propios peones. Le enviaron cartas de aniversario, lo invitaron al lugar marcado, lo rodearon de un grupo de fanáticos (eran sesenta) y uno de ellos se llamaba Maldicha. En todos lados se escuchaba que Masthorpe tomaría la isla. En todos lados se escuchaba que nos pertenecía, por cuestiones de orgullo. Fueron épocas turbulentas. Dejamos de ir a lugares, de jugar al voley playero, de ir a la playa o de comer. Todo habría ido demasiado bien en nuestro país si no hubiera sido por el honor que nos habían tocado. Para algunos, también por Maldicha. Masthorpe, entonces, no pudo hacer más que decidir tomar la isla, según dijeron, esa tarde. 


{Mathorpe: Vamos a condenarlos, vamos a condenarlos, y así seremos libres...
Gente numerosa: Frases de aliento
Masthorpe: ¿Qué?... Si, y la isla
Rostros confundidos


Ese mismo día organizó al grupo de sesenta hombres, que ya le eran adictos, menos yo mismo: me uní al grupo de Masthorpe por un malentendido. Le había dicho a Amelia que iría a la reunión del grupo de los sesenta solo para evitar acudir a la presentación de su libro. El resto fue fingir. Ya había tenido que simular ataques de tos frente a ella y ataques de nervios, porque también había faltado a su cumpleaños. Entonces me había unido a esos sesenta integrantes de un grupo... ¿Qué? ¡Ah! Que se llaman "Hijos de la novia". Si: los sesenta hijos de la novia, a los que me había unido; los perfectos sesenta hijos de su novia: entonces yo mismo ya era un hermano, un novio, un psicópata incestuoso más. El libro de Amelia, por su parte, era tan malo que siempre hacía alerta de estar dándole información a sus lectores: si aparecía un hombre que era el primo del protagonista, el hombre tenía que dejarlo muy en claro, como si mirara a la cámara. Se vendió muy bien en la librería del cementerio, pero esta vez los muertos no tenían nada que ver y la circunstancia de que la librería estuviera exactamente a media cuadra del cementerio no aportaba ninguna sorprendente interpretación, ni para el libro ni para Amelia: así de aburridos eran.


El Capitán Masthorpe tomó los peones que vio en su camino: tenía a su disposición vehículos y armamento suficiente para matarlos a todos. Quiero decir, para sobrevolar la isla. Previsores alfiles y reinas aguardaban al final de la trayectoria. Días después, Anthes Masthorpe aterrizaba en la isla, junto con un grupo de sesenta hombres, que se dieron por llamar "Hijos de la novia". Nadie los vio llegar porque porciones variables de Maldicha son unas de las pocas espaldas que le quedan todavía al mundo. Nadie de los cuarenta y nueve habitantes que mantienen el pie en la isla. Se pusieron a cenar antes de la cena. Los preparativos en el arte de la guerra y en el de la política son necesarios, porque en estas materias triunfa la previsión: el que ya jugó antes es seguro que vencerá. "Aunque dos no puedan vencer, como en el nacionalismo. El nacionalismo es la serpiente que se come su cola. Para un nacionalista no hay nada mejor que un antinacionalista... en otro país", me gusta la frase: está en la película "El vengador", me encanta esa película. Pero regresando a los preparativos: son francamente aburridos. A decir verdad, solo uno o dos hechos son verdaderamente interesantes en la toma de la Isla Maldicha. La noche de llegada, los sesenta y uno hicimos un fuego y cantamos, por no decir que comimos. Después de unas horas, el alcohol había diezmado al grupo, que ahora se dividía más en acostados, alejados y enfurecidos que en hijos y novios. Yo estaba sentado al lado del Capitán Masthorpe y no respiraba, porque así se debe con los grandes. A lo lejos, uno de los borrachos había derramado el vino sobre otro, pero solo uno había sacado la daga: y no era ninguno de los dos anteriores. Los otros se prestaron para el duelo, que es una necesidad estética del mundo o de Dios. Cuatro más empezaron como espectadores pero se unieron. Una vez me había pasado en el teatro, en una obra romántica. Comenté en voz alta que debíamos amansar a las fieras antes de que debiéramos empezar a contar por los padres, a falta de hijos. O quizás también por las novias (esto no lo dije). El Capitán preguntó si de verdad podía verse todo eso. En ese momento no me molestó: pero un cambio comenzaba a operarse en él. Esa misma noche me desperté por un sueño. Salí de mi tienda para comprobar que este no fuera otro de Tus sueños perversos, otro de Tus diálogos. Había un murmullo que matizaba la noche. Venía de la tienda del Capitán: había una conversación. El episodio no me cautivó en ese momento y solo puedo recordarlo parcialmente. Cierto es que hablaban muy bajo. Pero hubo una línea que seguramente iba dirigida a las presunciones historicistas del Capitán:
- El Teniente Duran estaba "grgrPensando" algo al viejo estilo (¿)Tratado de Tordesillas(?!!)... Pero no lo sé, Masthorpe. La gente es mucho más simple que eso- Se detuvo- A excepción de los pie plano valgo, claro. Ellos no lo soportarían.
- ¡AH! Son de lo peor.

El Capitán no se oía mucho. Sus palabras debían ser gestuales y de prórroga. El otro le contestaba, o tal vez, simplemente, seguía hablando.
- Ahora es imposible detenerse. Nos costaría un año volver a localizar la isla.

El interlocutor tenía razón. Las mismas fuerzas magnéticas que hacían de la isla una zona geopolíticamente ignorable, diplomáticamente sorprendente y comercialmente deudora, tardarían en revelarnos la ubicación total del territorio una vez que nos hubiéramos marchado, por las leyes físicas ya conocidas. Volver era ahora mismo una concesión del azar: ningún camino de vuelta parecía surcar el lomo de la isla. Recuerdo que Tony Buda (¡Bdaaaaah!)* me observaba en ese momento. Disimulé mis pretensiones y volví a mi tienda a dormir. 


Me desperté a la mañana siguiente con la inquietud de no haber dormido por haber soñado. Los isleños, que eran solo cuarenta y nueve, estaban reunidos en el Congreso. Era una de esas poblaciones en que resulta más fácil que los políticos caigan sobre si mismos. Nos hicieron formar en las colinas circundantes: nunca vi unas tan feas; eran de trazo apresurado. Nos habíamos escondido detrás de ellas toda la noche. Ahora el sol unitario nos enfermaba. Tony Buda me dijo que a la madrugada un tal Stetson se había acercado a nosotros, mientras nos entregábamos a los mazos o dormíamos. Stetson había revelado que los isleños se reunirían en Congreso y que ya sabían de nuestra presencia en la Isla, pero como estaban desarmados y eran liberales, habían decidido simular nuestra ausencia para salir del paso. Lo miré a Tony Buda tal como miraban las mujeres árabes a sus maridos: disfrazadas, descreídas y respirando por la boca. Unas horas después traían al Capitán Masthorpe a los empujones. Tony Buda me lo dijo: el Capitán había tenido su Momento. No era la primera vez que pasaba en la historia de la humanidad. Anthes Masthorpe, que había cultivado desde su niñez una intransigencia nacionalista, o que simplemente se había dejado estar, estaba ahora ajeno y no recordaba los fundamentos de su existencia. Lo supieron cuando le preguntaron su nacionalidad, tal como el protocolo indicaba: Masthorpe habría balbuceado, pero según muchos habría dicho que era de los holandeses, que siempre fueron unos frígidos. Jamás voy a entender como las personas pueden sufrir un descuido así. Napoleón sufrió uno de ese tipo antes de la batalla de Aspern-Essling, cerca de Viena, la que espera; se tradujo en un receso de dos meses hasta la batalla de Wagram, en la que venció, pero sin saber exactamente lo que hacía; estos recesos, no poco frecuentes en la historia, son aprovechados para visitar a la familia (una familia cualquiera), intercambiar piezas metálicas o disputar torneos de fútbol, tal como Paul McCartney nos enseñó. También Lawrence de Arabia sufrió uno. En verdad fueron los allegados de ambos quienes continuaron la tarea a partir de las ideas que estos hombres habían registrado por escrito, los comentarios en secreto y las bromas casuales. Ambos pudieron vencer y sus derrotas finales fueron producto de imprevistos como el invierno o una motocicleta (que apareció en la historia súbitamente). Incluso Erwin Rommel, el mariscal alemán, se indujo a sí mismo a uno de estos estados, por la superstición de que tanto Lawrence como Napoleón los habrían sufrido y habrían logrado así la victoria, que es también una superstición. Desafortunadamente, una vez inducido, su padrino y su tío se guiaron, para continuar su tarea, por la producción satírica de Erwin, guardada en un cajón, lo que los condujo, de pronto, a una conspiración con el bando de los Aliados. Hasta hay una explicación de los elefantes de Aníbal, por medio del concepto de la "Pérdida de los fundamentos de la existencia", y el potencial etiológico se ha extendido a los campos de la teoría literaria ("El salto Shakespeare-Marlowe" de Josefina Ludmer) y de ciencias. El Capitán Masthorpe completaba la lista y conseguía la fortuna de Napoleón y Lawrence, aunque jamás en lo literario. Al final del día, Masthorpe había reducido a los cuarenta y nueve habitantes de la Isla Maldicha. Si hubiera estado en sus cabales... ¿se hubiera alegrado de la desgracia de estos hombres? Si. Pero ahora el objetivo de destruirlos le parecía tan desconocido como el de recuperar la Isla Maldicha, o la Isla misma. 


Una curiosa aproximación a la guerra puedo ofrecer con la cómica versión de lo bélico que los hombres de Masthorpe ofrecieron: la batalla fue coreográfica. Se usaron dagas, por voluntad estética, y los hombres parecían bailar entre ellos, tal como se ve en las fotografías. Yo digo que Dios, en verdad, si escribió este episodio lo debió nombrar "una danza": la guerra, sus atributos y sus antecedentes, eran una voluntad interpretativa de los hombres. Debimos traer de regreso al Capitán, que estaba urgente. Durante tres meses no hemos hablado de esto con nadie. Hasta hoy, que nos reunimos para esto. Espero que el griterío y los insultos que lancen no sean los que al final juzguen, como criaturas infernales."

Cuando terminé de leer, mucha gente terminó de hablar. Nadie insultaba y nadie gritaba.

- ¿Usted dice que usted pensó que era momento de decir algo? Usted está aquí porque el Congreso se lo pidió.
- Sí. Pregúntele a Amelia, estaba con ella cuando lo escribí. O todas las veces que escribí.

El hombre se acomodó los anteojos para no decir algo. El Capitán Masthorpe estaba a un costado, pero adoptaba la postura requerida para una cena... en un crucero... con música lounge. Amelia estaba a mi lado y sacudía el pulgar, como en otras tribus de primates. Tony Buda había puesto una cara, pero solo porque aprobaba que lo mencionara en el relato. Volví a sentarme. Los hombres continuaron hablando. Amelia no solo me susurró algo, sino que acercó su pico para que su chasquido se hiciera reconocible en el oído interno y me invitó a la presentación de su nuevo libro. Este tipo de atención era el que Amelia le prestaba a la gente mientras leía, era una lectora narcisista. El libro no era mejor que el anterior y su presentación era mañana. Pero tampoco me suscribiría a la Revista Caras para evitar ir. Me hizo una reseña del volumen: cómo algo podía prometer tan poco, ¡tan poco para el futuro! (tampoco para el futuro), parecía que su libro saldría a la venta en un territorio del Apocalipsis. Aunque no quería ofenderla, me disculpé diciendo alguna cosa: que estábamos en sesiones y era necesario escuchar. O fingirlo.
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*Señalé a Tony y sonreí. No sabe que tiene mal aliento y van a echarlo del trabajo.
"

Esto escribía Él sobre las sesiones del Congreso. Yo también estuve ahí y sufrí con ellos. Los hombres del congreso discutieron: ¿se podía decir que ahora estaban por encima de sus enemigos o no se podía decirlo? Estar mejor en cuanto a ser honorable. Los que se acordaban de la Isla no eran tantos como se pensaba, y muchos se repartían cosas que Masthorpe ni siquiera se imaginaba. Después discutían la cuestión de los isleños: de si debían perdonarlos o transformarlos, que no resulta en "convertirlos" sino en una mirada más comercial referida a las materias primas. Esa gente había vivido allí durante muchos años: lo que dura una vida. Pero era más relevante que sus antepasados también hubieran vivido allí. Muchos consideraban que al no compartir la nacionalidad, debían eliminarse. Para otros, los isleños podían aprender: con cursos y tarjetas graciosas; pero los primeros negaban categóricamente la posibilidad de un aprendizaje de la nacionalidad.

- ¿No se aprende?
- No.
- Entonces no se adquiere ¿Y entonces para que se fomenta?
- Se perfecciona.


Yo iba tejiendo las frases tal como se iban conjugando en mi cerebro: como capítulos de Lost; por pura fe. Se me iba revelando por etapas.

- Pero, Hugo ¡tus propios padres son inmigrantes! Hay dos opciones: o ellos aprendieron o no, pero era conveniente que los echaran del territorio.
- Si, si, eso. Lo segundo.
- ¿Soy el único que ve la paradoja?

El pequeño Hugo o el Gran Hugo jamás hubiera nacido en este territorio: es que yo pienso que cada hombre, antes de nacer, parece siempre correr el peligro de tener una nacionalidad o también otra. Pero afortunadamente, una vez que se nace ya se ha asentado. Para la siguiente pregunta hubo un empate: la mitad consideraba que la decisión debía basarse en un atributo como la nacionalidad. No lo mencionaron, pero también creían que debían rendirle culto, esbozarla, representarla en íconos, hacer canciones y administrar, según ella, su sistema de afectos y predilecciones, como la tarta de ciruela. Todos miraban a Hugo y lo aprobaban calurosamente. Todos ellos, auténticos religiosos, habían dedicado su vida a ser nacionales o a hablar como nacionales. Es curioso que todos ellos consideraran inherente una propiedad, apenas, como la nacionalidad, que estuvieron a punto de perder hasta... digamos: hasta antes de vivir. Es curioso pero si los padres de Hugo se hubieran quedado en Francia, hoy Hugo sería su peor enemigo. O simplemente Hugo el Francés. El gran Hugo el francés. De todos modos, habría una importante posibilidad de que Hugo el francés no conociera el sistema electoral de su país (el otro Hugo lee mucho), o que no hubiera leído la constitución, como le sucedió al 80% de la población mundial. O sería posible que Hugo el francés hubiera votado en contra de su gobierno actual, en su realidad paralela. O que ni siquiera hubiera votado. O que ni siquiera se sintiera francés: solo un poco. Hay una posibilidad de que Hugo el francés sea un perfecto Hugo, tal como lo conocemos y lo tenemos: nacional. En el fondo sería bueno. Mi propia versión francesa también se acerca bastante a esta que soy. Son casi idénticas. Claro que Hugo no apreciaba esto ni apreciaba la posibilidad de ser un cerdo francés: pero, como un perfecto Hugo, tenía más posibilidades de acercarse a la primera y quedarse esperando en esa fase del horror. Años y años de medidas para defender un espíritu nacional que solo pudo venir después de años y años de descuido nacionalista por parte de otras culturas anteriores y suicidas.


- ¿Cuál es? ¿Cuál es la paradoja?


Como no le contesté, siguieron la conversación. Uno de los ejes fue Stetson, el traidor. O Stetson: el leal. O quizás Stetson: entre dos mundos. Algunos pensaban que había que castigarlo por traidor, otros pensaban que había que castigarlo por leal. Otros lo premiaban por traidor o lo premiaban por leal. Este Stetson ha sido un verdadero tipo. La próxima discusión que esta gente tiene se centra en la posibilidad de purgar el territorio de la Isla para evitar el contagio. Collins se me acercó y me preguntó por mi actitud. Le refresqué todas mis opiniones que tanto lo escandalizaban. Collins no se escandalizó, pero me miró fijamente. Después me preguntó si conocía otra forma de hacer las cosas. En un grupo de millones de miembros, en diferentes lugares, con diferentes fronteras, con diferentes horarios para televisar la final de un concurso de canto, si ahí había otra forma de hacer las cosas. Yo no respondí, pero para no hacerle perder tiempo. Collins es de lo que trabajan y yo soy de los que dudan. En el medio, alguien tiene que tomar las decisiones. Afuera en la calle, los ánimos no han cambiado. Nadie conoce la Isla, como antes, pero un poco menos que después.



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